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Te agradezco el que tengas a bien el darme la oportunidad de compartirte mi experiencia de vida que se enmarca en actividades deportivas, sociales, administrativas y del servicio público; mismas que me han otorgado la posibilidad de inter-actuación con diversos sectores y múltiples personas; las cuales me han aleccionado sobre lo valioso de la justicia, la pluralidad y el sentido de corresponsabilidad. Espero que me contactes por esta vía para generar la comunicación necesaria en torno a los temas de nuestro quehacer profesional en el sitio de contacto habilitado para ese efecto.
Profesión:
Doctor en Alta Dirección
Maestro en Comunicación Organizacional
Licenciado en Derecho
Residencia: Ciudad de México
Lugar de Nacimiento: Ciudad de México
Fecha de Nacimiento: 18 de noviembre de 1964
Ser hijo de Bobby Bonales era más, mucho más que sólo eso... Era ser hijo de la fantasía. Ser hijo de la competencia y de la victoria. Era derribar a musculosos gigantes encapuchados. Era volar... Era ser su padre mismo y subir al ring y luchar hasta el triunfo, así, sin sentir dolor, sin importar la sangre ni los golpes... Como él lo hacía. Era enardecerse con los gritos de aquella multitud delirante. Era, a los 4 ó 5 años de edad, antes, mucho antes de poner siquiera un pie en una escuela, saber nombres, muchos nombres: El Santo, Black Shadow, Blue Demon, Gori Guerrero, El Cavernario Galindo, Tonina Jackson, el Médico Asesino... Y amarlos... Y odiarlos... A ellos, inmersos en la caprichosa rueda de la fortuna: hoy compañeros de su padre; mañana enemigos. Era ser apenas un niño y, sin saberlo, ser también parte integral de la mejor época del apasionante espectáculo de la lucha libre en México. Porque era sufrir y reír; recibir la cálida sonrisa paternal en el momento victorioso, o mesarle los cabellos en la derrota. Era sentir sobre la cara la caricia de aquella mano tan suave. Esa misma mano que era arma poderosa en cada batalla Era ser el malo o el bueno y echarse unas luchitas con los amigos Y era, en fin, ser el rudo y ponerse el traje de luchador, con máscara y capa, para ir a dormir. Y ahí. en la cama. enfrentar al El Güero, aquel muñeco de trapo obsequio de su madre y librar con él, cada noche, los combates más feroces... Hasta vencerlo. Eso era, para Daniel Aceves, ser el hijo de Roberto Bobby Bonales.
¿Dieciséis, quince, catorce? años después... Acaba de ser proclamado vencedor; ahora va por la medalla de oro. Corre del tapiz hasta el teléfono más cercano. Larga distancia a México. Quiere hablar con su padre. Quiere hablar con su ídolo... ¿Bueno?... ¡Papá, papá!... ¡Gané, gané! - Lo sé, hijo, ¡cómo no!..' Vimos por televisión tu lucha. - Siento que voy a llorar, papá... - Hazlo, hijo... Desahógate. Y luego concéntrate en la final, Ofrece tu mejor esfuerzo. Ya sabes que estamos muy orgullosos de ti. Te quiero, hijo. Adiós. Mucha suerte. - Adiós, papá, yo también te quiero.
Horas más tarde Daniel Aceves levantó la vista. Allá, al fondo, en el mástil central, ondeaba la bandera japonesa. La de México a su derecha, centímetros más abajo. Y le embargó una leve frustración de impotencia. Porque se sabía el auténtico vencedor. Era su bandera la que tenía que estar en lo más alto. Daniel: - la verdad es que yo había ganado esa intensa lucha con el japonés Adsuji Miyahara. - ¿Qué pasó, entonces? - Habían pasado algunos minutos e íbamos 0-0, hasta que el juez marcó 4 puntos en mi contra, por pasividad de mi parte y ahí comenzó de verdad la lucha final. Porque, en ese momento, seguramente el japonés supuso que me había puesto nervioso y me atacó de frente. Me levantó e intentó el suplex pero en el aire giré y él cayó de espaldas. ¡Era su derrota! ¡Era para mí la medalla de oro!... Pero los jueces no marcaron el toque. Él, inteligentemente, se salió del área y se salvó. El combate terminó 9-4 a su favor. Fue una lucha muy pareja y, aunque definitivamente él es un gran competidor, yo gané ese combate. Incluso, el resultado se registró bajo protesta ante la Federación Internacional, porque no sólo yo, sino entrenadores, técnicos y demás luchadores que presenciaron la final, vieron el toque. . . Todos, menos los jueces. Medalla de plata, finalmente, para Daniel Aceves, peso gallo. Y primera para México, única hasta el momento, en lucha grecorromana de unos Juegos Olímpicos.
No podía ser de otra manera. Si era de hijo de Bobby Bonales, tendría que ser amante del deporte Recuerda el luchador profesional: - A nuestros cuatro hijos -Roberto, Daniel, Norma y Cristina- les inculcamos desde pequeños, el amor por el deporte. Les hicimos sentir que era muy necesario para que crecieran sanos y fuertes. Ellos lo entendieron, por fortuna. Los llevábamos al balneario Bahía. A Daniel, que ocasionalmente me acompañaba a las arenas, le gustaba mucho el agua. Tenía como dos años de edad y ya se aventaba del trampolín; también le gustaba jugar frontón, futbol, o cualquier otro deporte, siempre con la obsesión de ser el número uno. Norma, hermana dos años menor que Daniel: - Cuando éramos chicos, durante un, tiempo vivimos en una granja y como tenía jardín y un patio muy grande, jugábamos futbol. Yo era el portero y entre Daniel y Roberto me hacían muchos goles. Pero el futbol no era su pasión; a Daniel le encantaba jugar a las luchas y tenía hasta su traje de luchador. Le fascinaba ser el rudo. Y todas las noches, luchaba con El Güero, ese muñeco de trapo que inseparable durante muchos años. Daniel: - Ya a los cuatro o cinco años me echaba luchitas contra mis amigos. Y es que estaba muy motivado por la lucha profesional. En todo momento quería jugar a las luchas; en la casa o en la escuela... Que si el bueno o el rudo, que aplicar una llave o un candado, o unas patadas voladoras, o un tope. La afición, no podía ser contenida. Y, a los 13 años, como una consecuencia lógica de todo aquello, Daniel ingresó al deportivo Guelatao, por la Lagunilla, para estudiar lucha grecorromana. Daniel: - Cuando entré al deportivo comprendí lo maravilloso del deporte que había escogido y desde un principio me dije a mí mismo que sí, que podría practicarlo y llegar a destacar, máxime que ahí tenía como entrenador a Roberto Vallejo, quien fuera un gran luchador amateur en los años sesenta: logró un sexto lugar mundial, un subcampeonato panamericano y varios títulos centroamericanos. Su dirección fue acertada desde un principio. Nos inculcó la tenacidad. Nos dijo que la lucha era un deporte para guerreros Y definitivamente, para personas que ansían el triunfo. Daniel lo ansiaba y comenzó a conquistarlo de inmediato al ganar varios torneos nacionales.
Daniel: - Mi padre era mi inspiración, cada vez que me levantaban la mano me acordaba de cuando el réferi hacía lo mismo con él después de aquellas espectaculares luchas contra los mejores. Su primera experiencia competitiva a nivel internacional fue el mundial infantil de 1978 en Albuquerque, Nuevo México -Daniel tenía 14 años; nació el 18 de noviembre de 1964- Las mejores expectativas de Vallejo colocaban a Daniel en el sexto lugar, pero, sorpresivamente, el incipiente luchador mexicano conquistó el tercer sitio. Al año siguiente volvió a participar en el mundial infantil, ahora en San Diego, California, en la categoría de 45 kilogramos. Daniel regresó con la medalla de bronce. El estadounidense Antonny Amado frenó su paso. El destino quiso que Aceves y Amado se encontraran frente a frente varias veces más. En 1980, ya como juvenil, se adjudicó la medalla de oro en el Campeonato Panamericano, celebrado en Panamá y, posteriormente, ¡campeón mundial juvenil! se impuso en Colorado Springs. En la final derrotó al italiano Vicenzo Maesa, quien cuatro años más tarde -Los Ángeles, 1984- pasaría a la inmortalidad deportiva al convertirse en campeón olímpico en la división de 48 kilogramos. Pero aquella tarde, en Colorado, fue vencido por Daniel en tan sólo 40 segundos; victoria que es, por supuesto, una de las más recordadas en la exitosa carrera del mexicano. Al año siguiente y no obstante ser todavía un competidor juvenil, integró la selección nacional de mayores. Nadie podía vencerlo en peso gallo y se acercaba un grave compromiso para la lucha mexicana: nuestro país había logrado la sede del Campeonato Panamericano. Daniel: - Ese torneo era muy importante para nosotros, así que nos preparamos a conciencia. Para mí, el campeonato resultó inolvidable, pues en la final vencí al cubano Jorge Martínez, quien en dos ocasiones había sido campeón panamericano y, obviamente, me aventajaba en experiencia. Le gané 15-5 y para el equipo esa victoria fue espléndida: la única que se ha logrado en torneos de esta clase, en lucha grecorromana. Meses después, Daniel conquistaba el segundo lugar en el Campeonato Abierto de Estados Unidos. Perdió apretadamente ante su gran adversario: Antonny Amado.
La siguiente competencia fue el torneo de lucha en los Juegos Centroamericanos y del Caribe. en La Habana. Llegó a la final en la división de los 48 kilogramos, pero allí se encontró con el antillano Martínez, aquel a quien había vencido como juvenil... Daniel: - Todavía pienso que en esa lucha yo merecía más, pero el arbitraje fue determinante. Ganar a un cubano, en Cuba, es casi imposible. No obstante, salí satisfecho de la arena; estaba consciente de que había ofrecido mi mejor esfuerzo y de que fueron los jueces quienes me privaron de la medalla de oro. Ya estaba Daniel perfilado para ser parte vital del equipo mexicano de lucha para los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Daniel: - En una ocasión, mi hermana me preguntaba, al ver aquel programa de televisión La isla de la fantasía, cuál era mi gran fantasía, mi gran sueño. Le dije entonces: "competir en unos Juegos Olímpicos y ganar una medalla". Y así era: muchas noches soñé con que estaba en el podio olímpico y una medalla colgaba de mi cuello. El hacía todo lo posible por convertir en realidad aquel sueño dorado. 1983, año preolímpico, fue su gran plataforma: En México, ganó los torneos internacionales Clark Flores, Wilfrido Massieu y Agustín Briseño. Además, fue subcampeón en el campeonato cubano Granma, en el que recibió un trofeo por haber sido protagonista de la mejor lucha de la competencia: la lucha por la medalla de oro, que sostuvo contra el campeón panamericano, el cubano Eduardo Miranda y que perdió por un apretado 8-5. Después, otro subcampeonato: el del torneo internacional Concorde, en Estados Unidos; perdió la final -por decisión- ante el húngaro Kaba. No obstante, en la lucha previa se brindó él mismo la gran satisfacción de romper aquel dominio que Antonny Amado ejercía sobre él: lo derrotó por 16-4 y por superioridad técnica. Finalmente, en los Juegos Panamericanos de Caracas obtuvo la medalla de bronce. Cayó en semifinales ante el estadounidense Mar Fulier.
Daniel: - Sabía que cumpliría con el sueño de por vida: competir en unos Juegos Olímpicos. sabía, también, que regresaría con una medalla aunque había mucha gente escéptica que no me concedía ninguna oportunidad de lograrlo "¿No te das cuenta de que a ese torneo acuden los mejores del mundo? me preguntaban". Había embarnecido. Y no sólo eso: enfrentaba serios problemas de báscula. Era en la división de los 52 kilogramos en donde se sentía más ágil y más fuerte, pero la lucha contra su propio organismo solía ser más dura que aquellas sostenidas en el tapiz. Así, compitiendo en la división de los 5 kilogramos fue a Cuba a participar en el Campeonato Centroamericano y del Caribe. Ganó la medalla de oro, pero no se sentía satisfecho consigo mismo... Tendría que esforzarse para regresar a su división. Lo hizo. Para lograrlo, dos meses antes de la justa en Los Ángeles se concentró en el Centro Olímpico de Colorado Springs, donde entrenó con los seleccionados de Estados Unidos y de Rumania. Daniel: - Aproveché al máximo esos 60 días. Fue una gran experiencia y, además, me sirvió para bajar de peso. Con mucho trabajo pero volví a los 52 kilogramos. LOS JUEGOS OLIMPICOS Daniel llegó a la Olimpiada por méritos propios, con un caudal de importantes victorias. La inasistencia de los luchadores del bloque de países socialistas que se abstuvieron de participar en Los Ángeles, le representaba un handicap importante. En los inicios de 1984, Daniel se hizo una promesa: sería competidor olímpico. Y ganador de una medalla. Daniel: - Nadie me iba a regalar una medalla, tenía que buscarla, hacerme merecedor de ella. El torneo se realizó en el gimnasio olímpico de Anaheim, lejos, muy lejos de la Villa Olímpica y del centro de Los Ángeles, donde sería disputada la mayoría de las disciplinas deportivas. Me presenté muy confiado, muy seguro de mí mismo, a pesaje y sorteo; sabía que la suerte jugaría un papel importante pero también que yo estaba preparado para enfrentarme a cualquier contingencia. Quedé en el grupo B de la categoría de los 52 kilogramos. Y me sentía inmensamente feliz: sería muy difícil que alguien pudiera vencerme en esa división. Pero ocurrió algo que me hizo reaccionar y comprender que en un encuentro deportivo todo puede suceder: en mi primera lucha del torneo 31 de julio, que es siempre la lucha más difícil, iba ganando al turco Erol Kemah por 5-4. Pero faltando como 30 segundos para el final, fui descalificado y perdí. La derrota me dolió mucho, más operó de distintas maneras en mi estado de ánimo: no mermó mi seguridad de que podía ser medallista pero asimismo, me obligó a darlo todo de mí en cada lucha y, sobre todo, a ser más cuidadoso. Por la tarde, la segunda lucha: contra el ecuatoriano Iván Garcés, quien estudiaba en Estados Unidos y había sido campeón mundial juvenil. Fue un buen encuentro. Yo sabía que si perdía quedaría eliminado. Así que me esforcé al máximo y logré derrotarlo por 14-2 y superioridad técnica. Al día siguiente me tocó enfrentar a Richa Hu, de la República Popular China, quien un día antes había vencido al turco. Así que tenía yo una nueva obligación: ganar o quedar eliminado. Luché con toda mi alma y me impuse al chino por 14-8. Por otra parte, Taisto Halonea, de Finlandia, derrotó al turco, con lo cual desaparecía mi primera derrota... Las cosas se me iban aclarando a las mil maravillas. Al otro día tendría que enfrentarme al finlandés en otra lucha crucial: si ganaba podía aspirar a disputar la final y asegurar, cuando menos la medalla de plata, pero, si perdía, mis opciones eran terribles: mi siguiente lucha podría ser por la medalla de bronce o por finalizar en el quinto lugar. Esa noche del primero de agosto no pude dormir. Estaba muy preocupado. Se trataba, ni más ni menos, de la lucha más importante de mi vida. Era el éxito o el fracaso en mi carrera. Había visto luchar al finlandés: tenía más experiencia y era mucho más alto que yo y era muy fuerte. A mí favor estaban su escasa técnica y el hecho de que estiraba mucho los brazos al competir; eso me representaba una gran oportunidad de irme a la lucha por dentro. Esa noche, una de las más feas que he vivido, me la pasé pensando cómo ganar ese combate.
Mi plan fructificó a las mil maravillas. O al menos en el primer tiempo: me fui rápidamente al ataque, me apunté los puntos y al finalizar esa primera fase tenía ventaja de 9-0. pero... Todo cambió en el segundo tiempo. El empezó a dominarme y en una lucha no apta para cardíacos me empató a 9 puntos segundos antes de que los jueces decretaran la finalización del combate. Y allí estábamos los dos, exhaustos, esperando la decisión. No lo niego: dudé, sobre todo porque él había dominado al final y eso suele impresionar a muchos jueces. Pero, de pronto, se encendieron los focos rojos. ¡Yo era el ganador, pues llevaba la botarga roja! ¡Ya estaba en la final ... Después me explicaron que me habían proclamado triunfador por una acción de tres puntos y mejor técnica. Lo primero que hice fue pedir una conferencia a México. Quería hablar a mi casa y decirle a mi padre que en unas horas disputaría la medalla de oro. Pero en mi casa ya lo sabían. Habían visto la lucha por la televisión. Mi padre estaba feliz; también mi madre y mis hermanos... Y yo, por supuesto: mi existencia deportiva ya tenía razón de ser, una justificación... Ahora sólo faltaba esperar a que llegara la tarde de aquel 2 de agosto y, con ella el combate final. No pude comer, no tenía hambre. Creo que la felicidad y la emoción por llegar a ese encuentro me mantenían vivo. Mi rival, el japonés Adsuji Miyahara, había logrado el campeonato mundial en 1983 y era, en mi división, el enemigo a vencer. Llegaba invicto al combate final después de haber mostrado gran superioridad técnica sobre cada uno de sus contrincantes. No obstante, yo sabía que podía vencerlo; me encontraba al ciento por ciento de mis capacidades. Mi táctica sería tratar de sorprenderlo; tendría que actuar por tanto con gran rapidez. Así empecé la lucha. Pero él logró contenerme. Y así íbamos, 0-0, después mi penalización y aquel toque de espaldas cuando él intentaba el suplex... Cuando acabó la lucha, mis sentimientos se mezclaban me confundían terriblemente. Por un lado, sabia que de cualquier forma la medalla de plata era una gran conquista; ni más ni menos, la primera que México conquistaba en lucha grecorromana en unos Juegos Olímpicos... Pero por otro, sentía frustración y rabia. Rabia, porque sólo el oro hace que pueda ser interpretado el himno de tu país; frustración porque hasta el último momento esperé que, al ver el video de la lucha y esa acción en la que el japonés estuvo de espaldas sobre la lona, el jurado y la federación revocarían el fallo como ya lo habían hecho en anteriores y controvertidas decisiones. Pero no fue así.. Definitivamente ese fue mi único sentimiento de fracaso porque, como deportista y como ser humano, regresé con la satisfacción de haberlo dado todo, en todo momento, por la victoria... Con la satisfacción de que en mí no hubo eso de que no le eché ganas, que me faltó un poquito, que me guardé algo. Ese día salí de la arena de Anaheim con la satisfacción de que no me quedé con un ápice de esfuerzo por salir con la victoria. Y más satisfecho aún porque estaba, como lo estoy ahora, consciente de que le gané a Miyahara. No obstante, todos aquellos sentimientos encontrados desaparecieron en el momento de la premiación. Ahí, en el podio, las cosas se ven diferentes. Ya puedes hacer un análisis más frío, ya te serenaste; ya ves que izan tu bandera y escuchas a tus compañeros que te echan porras, y también oyes aquel grito inolvidable: ¡México!, ¡México!, ¡México!... Los aplausos se meten por tu piel y te dan escalofríos. Y te dan ganas de reír y de llorar. Es una experiencia que jamás se borra... Eso de obtener una medalla olímpica representa, sinceramente, la satisfacción máxima de mi vida. Es algo que no se puede cambiar con nada. Sólo las personas que están junto a ti en el momento del combate, las que comparten los sacrificios para bajar ocho kilos, gramos y competir con mejores posibilidades, las que comparten triunfos y derrotas y están contigo en las largas y cansadas jornadas de entrenamiento, saben lo que significa estar en el podio de vencedores. Yo sostengo que cuando un deportista sube a recibir una medalla, un trofeo o un diploma, lo hace como representante de un grupo de personas que lo apoyan, Nadie lo logra solo. En mi caso, en el podio representé a mis padres, a mis hermanos, a los entrenadores y a mis amigos que en un esfuerzo mancomunado, me apoyaron ciento por ciento. Por eso los recordaba, a cada uno de ellos, cuando me colocaron la medalla. Sabía que les había respondido, que no les había fallado; que no había sido en vano el trabajo, el tiempo que me dedicaron mis entrenadores a quienes siempre rendiré homenaje: Roberto Vallejo, Enrique Jiménez, Pablo Gómez, el cubano Sixto Rodríguez, el soviético Constantin Yaltov y el rumano Yajaelb Constantin.
La obtención de la medalla significó algo más para Daniel: El gobierno capitalino le obsequió un departamento, un auto compacto y otros premios. Daniel: - Pero, definitivamente, nada fue más valioso para mí que aquel recibimiento en el aeropuerto. Fueron más de diez mil personas espontáneamente, a convivir con nosotros, esas cosas llenan más que lo material... Ahí estaba yo, firmando autógrafos, viendo a la gente contenta con mi actuación, las miradas de admiración de los niños; sabiendo, pues, que en este nuestro país donde estamos tan extranjerizados, todos nos sentimos orgullosamente mexicanos. Aquella noche de vuelta en casa, Daniel: - Sentir que eres el mismo, pero que la vida no podrá ser igual para ti porque has adquirido, de hecho, una serie de responsabilidades con tu país, con la niñez y con la juventud; con toda la gente. Porque uno tendrá que tener mucho cuidado y no cometer ningún error, ya que esa falla se va a canalizar negativamente hacia la juventud. Uno no puede ser un seudo valor, un seudo ejemplo. Tiene que ser íntegro. DE UNA MEDALLA ROBADA... Y DEVUELTA Recuerda Daniel una dolorosa anécdota pero con final feliz: Eran los primeros meses de 1985 y como la medalla que gané en Los Ángeles no es de plata, me recomendaron que la llevara a una joyería para que le dieran una pulida y le pusieran una capa de barniz para que se conservara pulcra y bonita. Y así lo hice. Cuando el trabajo fue hecho, guardé la, medalla en su estuche y la metí en la guantera de mi coche. Seguí mis actividades cotidianas y, en cierto momento, tuve que dejar estacionado mi coche en la calle. Al llegar por él me sentí morir: ¡me lo habían robado! No me preocupaba ni el coche ni nada de lo que iba adentro, a excepción de mi medalla. Había trabajado mucho para obtenerla y así, de pronto, alguien me la había arrebatado... Yo me sentía vacío, como si me hubieran arrancado una parte muy importante de mi propio ser.
Como es natural, levanté una acta. Hasta la fecha, el coche -un Le Barón '81- no aparece... Pero, como a los doce días del robo, al llegar la noche se escuchó un fuerte ruido en la calle: el clásico ruido de cuando una piedra rompe un cristal. Era un bulto, envuelto en periódicos: ¡El estuche y la medalla! me la devolvieron. Y es que en el auto tenía muchas fotos, recortes, documentos en los que aparecían mi nombre y dirección. Así que quien se robó el carro sabía de quién era. No podía creer que otra vez tenía la medalla entre mis manos. La besé. Después la guardé en un lugar más que seguro.
Poco después de aquel incidente y como consecuencia de una lesión, Daniel tuvo que retirarse del deporte activo. Entonces prosiguió, ya normalmente, con sus estudios de Derecho. Hasta que se graduó. Daniel Aceves Villagrán Conserva su imagen de hombre sano y juvenil. Fuerte, siempre sonriente, con el cabello castaño claro y la voz amable, como amable es, en todo momento, su actitud. Daniel: -En la política encontré una nueva forma de luchar por mi país. Poco más tarde, al fundarse la Asociación de Medallistas Olímpicos, A.C., fue electo como vocal. Daniel: - Hemos comentado que nuestro deber es tratar de canalizar a nuestra juventud para que no se desvíe hacia la drogadicción, el pandillerismo o el alcoholismo. Para lograr eso hay que tratar de brindarle opciones, alternativas fáciles y cada día mejores. Por supuesto que no será fácil, pero hacerlo más que una obligación o una responsabilidad, se ha convertido para nosotros en una obsesión. - En lo personal, me preocupan los problemas sociales. La sociedad mexicana va cambiando día a día por los problemas que prevalecen; se va despersonalizando. Cada día que transcurre, nos sentimos menos orgullosos de nuestra familia, de nuestra comunidad, de nuestra ciudad, de nuestro país y de nosotros mismos. Y ese sí que es un grave problema, pues si nosotros no sentimos orgullo de ser mexicanos va a ser difícil que salgamos adelante. Y es aquí donde hay que poner en práctica lo mucho que uno aprende del deporte: es este el momento en el que hay que ponerse la camiseta de mexicanos y enfrentar a ese rival tan poderoso que es la crisis en todos sus órdenes. - También en el deporte aprendí que es fundamental que sepamos qué es lo que hacemos, que amemos lo que hacemos y que creamos en lo que hacemos... Sólo así se puede llegar a la superación y a las máximas alturas. Sólo así, acaso, podrán ser derribados los gigantes encapuchados, como aquellos de la niñez... ¿O no Daniel?
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DANIEL ACEVES VILLAGRÁN
MEDALLISTA OLÍMPICO